Perdona, no porque se merezcan tu perdón, sino porque tú mereces la paz.

Todos los que hemos sido lastimados por alguien sabemos lo difícil que puede ser perdonar, en especial cuando se trata de alguien cercano.

No hay forma de explicar lo que se siente saber que, con intención o sin ella, esa persona en quien confiabas te hizo daño.

Es una profunda rabia no solo por la traición, sino también por tu ingenuidad, por no darte cuenta a tiempo el golpe que se avecinaba, aunque todas las señales fueran más que claras.

Y aun así, mientras te deshaces entre el enojo, el dolor y la tristeza todos te dicen que es lo mejor que puedes hacer es perdonar. Y se siente como una golpe en el estómago.

¿Por qué? ¿Por qué si ellos te fallaron tendrías que perdonarlos? No se lo merecen. Deberían primero venir de rodillas y ofrecer disculpas y entonces a ver si a ti se te da la gana perdonarlos.

Pero esa es la cosa, el perdón no es algo que se dé porque otros se lo merezcan, sino por todo aquello que mereces tú.

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